¿Por
qué Briceño Iragorry?[1]
Yherdyn
Peña[2]
La
abigarrada realidad sociocultural y política que atraviesa no sólo nuestro
país; si no, todo el modelo civilizatorio planetario, involucra la necesidad de
plantearse y/o redefinir los significantes y significados de elementos y
factores que modelan el devenir convivencial de los actores sociales en torno a
su cotidianidad.
En
esta coyuntura, son muchas las voces que confluyen en torno a la construcción
de discursos vinculados a categorías como la identidad, la cultura, la
nacionalidad, la historia, la memoria… es decir, aquellas asociadas a la
tradición como constructo formativo del SER social y las consecuentes
implicaciones sobre las conductas y comportamientos de los individuos en íntima
interacción con sus congéneres.
En
este sentido, los ortodoxos propulsores del dogma neoliberal rasgan sus
vestiduras y enfilan sus pesadas baterías en la pretensión de homogenizar un
discurso conducente a la preeminencia de lo inmediato como la única
temporalidad en que se puede conjugar la acción humana; quedando de esta
manera, lo efímero y modal como exclusivos referentes socioeducativos y
culturales en los discursos sustentadores de la realidad social.
Otro
aspecto sobre el cual debe referenciarse de manera obligatoria es la concepción
de espacialidad que los monjes de esta pseudoreligión pretenden imponer como
objeto de culto. A este respecto, debe señalarse que el advenimiento de una
concepción espacial totalizadora, negadora de las particularidades hace
indiscutidamente un flaco servicio a la construcción de un sentido de identidad
y pertenencia a ese entorno inmediato en el cual se desenvuelve en su día a
día. La llamada “Global Village” pregonada
de manera insistente por Mc Luhan entre otros, carece en la acción fáctica de
un soporte que satisfaga medianamente las aspiraciones de conocimiento y re –
conocimiento de las particularidades espaciales, las cuales, a su vez,
encierran esa misma particularización en el ámbito de lo cultural.
Toda
esta situación, ha engendrado en el seno de nuestras sociedades un
desconocimiento, y más preocupante aún; un desprecio hacia lo étnico (entendido
esto último, como la aprehensión del conjunto de elementos constitutivos de la
convivencia de quienes están habituados a vivir juntos en un espacio
determinado), lo que ha provocado a su vez, la búsqueda de referentes allende
las fronteras locales, regionales y nacionales. Lo foráneo, lo transnacional,
el oropel y la pedrería se convierten en esta incesante dinámica en el quid del
devenir social actual.
Así,
los arquetipos constitutivos de nuestra nacionalidad se ven desplazados de
manera continua por estereotipos creados por la maquinaria cultural extranjera
que modela una estructura social y cultural seriada, estandarizada y
profundamente excluyente, y que además, niega las expresiones de la diversidad.
Adicional
a ello, se ha producido la banalización y hasta la burla sobre los discursos
dirigidos a la reivindicación de los valores que pretenden sustentar al sentido
de nacionalidad, puesto que, la misma condición de nación, es negada por esta
mirada generalizadora en la que estos supuestos sentimentalismos no tienen
cabida.
Por
esta razón, quienes nos encontramos comprometidos con la acción educativa por
un lado, y con la promoción de la historia por otra parte, debemos,
consustanciar tales compromisos con una acción que construya una semántica
generadora de sentidos que agrupe los elementos necesarios para la formación de
una identidad que no tenga la pretensión de hacer idénticos a los individuos
que interactúan en el seno de la sociedad, si no, que permita ese
reconocimiento de las particularidades que la constituyen.
Es
por ello, que se recurre a la acción orientadora de los maestros de pueblos
para, valiéndose de tales orientaciones, impulsar mecanismos que permiten
sortear la crisis que en los ámbitos de la moral se apropia de todos las esferas
del quehacer social. Estos personajes que marcaron de manera decidida la senda
que otros utilizaríamos para armar nuestros propios derroteros, y de esta
manera, contribuir a su vez, con el destino del entramado social en el cual nos
desenvolvemos.
No
se anda buscando santos para encenderles velas y pedirles a éstos la
intermediación con deidades todopoderosas que tienen en sus caprichos los destinos
de hombres y mujeres. Eso sería caer en la conmiseración cultural de los
pueblos, es la más absoluta expresión de la resignación y la más contundente
derrota del conocimiento. Es aceptar la realidad que se padece, y la condición
de incapacidad para transformarla.
Muy al contrario, se
busca beber del manantial de sabia nutricia de estos maestros de pueblo, que
reflexionaron sobre esa realidad y que a su vez, sugirieron, recomendaron y
aplicaron acciones para conducir a una salida honrosa y con conciencia plena de
la misma. Son los formadores, que con su ejemplo, contribuirán hacer frente a
este marasmo en el cual nos encontramos entrampados. Es buscar la salida del
laberinto antes que el minotauro devore nuestras entrañas culturales y nos deje
sin sentido de pueblo, de nación… de república. Por no comprender esta
realidad, los capítulos recientes de nuestra historia fueron marcados por la
desgracia de un pueblo que no quiso a los suyos y volvió la mirada hacia otro
lado.
Se debe recordar, que
los trujillanos, fuimos invitados al más portentoso saqueo cultural y al mayor
atentado de nuestra memoria colectiva; y la mayoría permaneció impávida ante
tal situación. Es allí, cuando medimos los verdaderos quilates de la crisis que
atravesamos como pueblo. Una vez más, los filibusteros enrumbaron sus barcas
hacia nuestro “Trujillo de María
Santísima”, y de nuevo, nuestros tesoros ardieron en el fuego impío. Otra
vez, la desolación y la desgracia, el vacío y la ignominia quedaron como
huellas de la afrenta que se padeció, pero pocos la han percibido. Muy pocos,
han despertado de ese estado de vigilia en el cual parecieran estar sumergidos.
Por todas estas
razones, es que hoy se acude a rememorar a uno de los más ilustres trujillanos.
Personaje que para mucho ha sido desconocido porque no se calzó las charreteras
y no se enfundó las armas para la guerra; muy al contrario, destiló la tinta
que con su pluma, explayará su legado a las nuevas generaciones. Es él,
farolero de civilización, pero en el infortunio de nuestra formación como
pueblo, los navegantes evidencian una marcada ceguera que provoca que sus naves
encallen o se pierdan en la inmensidad de un mar crispado que promete el
naufragio.
Su propia figura fue
víctima de los saqueadores de memoria. No sólo se conformaron con el silencio
que por tantos años se ha extendido en la mayor parte de los centros
educativos, y en el contexto social general para el conocimiento de su obra.
No, fueron más allá, pretendieron, enviarlo a la hoguera para expiar las culpas
propias y ajenas. Endilgaron adjetivaciones inmerecidas a su persona y a su
pensamiento. Proyectaron (o al menos lo intentaron) en él los vicios que a
claras luces padecen los perpetradores del saqueo, los violadores de la
memoria, los carentes de moral y los charlatanes que materializaron tales
ataques.
Es por ello, que sin
la pretensión de santificarlo, sin buscar convertirlo en un profeta inequívoco,
se acude a la egregia figura de Mario
Briceño Iragorry para hacer frente a la crisis de pueblo, de ciudadanía, de
conciencia, que hoy por hoy atraviesa a nuestro país y que se sintetiza en ese
desinterés manifiesto en la trascendencia de los valores más excelsos de la
venezolanidad.
Pero, por qué
acudimos a este personaje. Y a su vez, por qué ese tremendo ensañamiento contra
esta figura ilustre de la trujillanidad y de la venezolanidad. Acaso, es
vigente su acción de pensamiento en los albores de este tercer milenio, cuando
su obra se produce en la primera mitad del siglo pasado. O muy al contrario,
debemos recurrir a los preceptos de que debemos dejar a los muertos en su
tumba, durmiendo el sueño eterno de los justos.
Nuestro personaje, nutre
el quehacer intelectual no solo de sus coetáneos, si no que hoy en día, debe
ser referente obligado para quienes deseen disipar las brumas del
deshistoricismo y la transculturación en la que se ha pretendido sumergir al
pueblo a través de todo un complicado entramado mediático soportado sobre
cantos de sirena.
Briceño Iragorry
ofreció, entre otras cosas, la revisión honesta y sin complejos de nuestra
historia. La tradición historiográfica ha dejado como práctica, la irreflexión
sobre los procesos históricos, y además de ello, la costumbre del ocultamiento
continuo de procesos que no satisfacen a los ostentadores del poder en turno.
Contra eso, nos
advierte. Es necesario, dejar de lado los maniqueísmos sin sentido. Y más aún,
nos invita a mirar nuestro pasado como un continuo social en la que un capítulo
se convierte en el cero histórico, en génesis de todo cuanto somos. Es por ello,
que si bien, se promueve el estudio de los padres de la patria, es decir,
aquellos que protagonizaron la gesta de independencia, de la misma manera, se
debe ser un acucioso estudioso de nuestros abuelos españoles y cuicas.
Es así, que nuestra
memoria, según Briceño Iragorry, no
debe ser construida en retazos como si se tratase de una colcha elaborada por
las cansadas manos de una abuela de nuestros páramos. Estas afirmaciones,
condujeron a algunos, a referirse a él como simpatizante con las ideas de la
llamada “Leyenda Dorada”; y es
precisamente él, quien expone la necesidad de romper con esa tradición
discursiva de las leyendas dorada y negra.
Otro significativo
aporte de este estudioso es proponer la comprensión de la tradición como una
realidad cargada de profunda dinámica, a su vez, dinamizadora de nuevos
procesos. En este sentido, se destaca tal aporte puesto que quienes adversan la
consolidación de la visión de lo tradicional como instrumento para fortalecer
la identidad, exponen que la tradición es atraso, implica estancamiento y
contraria a la evolución.
De igual forma,
expone la necesidad de ver a la historia en su justa dimensión, en cuanto la
misma sirve como clara y evidente expresión del presente. No es, si no parte de
las lecciones por aprender de las generaciones legatarias. Quienes a su vez,
aportan y enriquecen con nuevos elementos lo que estos recibieron por quienes
los antecedieron.
De la misma manera,
proyecta una concepción crítica sobre el progreso, puesto que si bien reconoce
este último, como necesidad, expone que el mismo no debe darse en torno al
sacrificio de la tradición y de la memoria, dicha visión destaca que no se
puede construir progreso desde las ruinas del pasado.
Briceño Iragorry
despunta como pensador y escritor prolífico. En exceso pretensioso sería
pretender abordar la amplitud del mismo en estas líneas, y sabiendo lo
restrictivo del tiempo, quiero dejar hasta aquí la presente tan sólo con la
invitación para que de manera honesta y masiva se estudie la obra de este insigne
pensador.
Muchas Gracias
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