INDEPENDENCIA:
Discurso y poder.
El
siglo XXI se caracteriza por la simultaneidad, la inmediatez, la velocidad y la
intrascendencia de las continuas tendencias modales que cada vez resultan más
efímeras. La desvalorización del sujeto es otra de las realidades latentes en
nuestro contexto actual, y por ello, su comprensión pierde interés y
relevancia. De igual manera, se desvalora el conocimiento del pasado producto
de la asimilación de una existencia finita que se ve reducida al instante; todo
aquello que no es ahora, no posee notabilidad; el instante se convierte de esta
manera, en el único tiempo en el que se puede conjugar al individuo.
Y
en medio de esta tormenta, nuestras escuelas y universidades no han logrado
asimilar aún esta situación, puesto que éstas marchan a una infinitésima
velocidad con respecto a la que imprimen los cambios que se suscitan en la
sociedad; quedan rezagadas y buscando explicaciones desde cuadros de valores
obsoletos y a través de instrumentos que pierden su validez en la medida que
resultan poco menos que aplicables a estas nuevas realidades.
De
la misma manera, es necesario señalar, que la violencia como instrumento
fáctico de los poderes que se disputan la hegemonía en el seno de la sociedad
ha enseñoreado todos sus ámbitos, y a su vez ha pretendido distorsionar la
realidad presente construyendo nuevos referentes y significados de nuestro
pasado histórico. El cual, al ser banalizado resulta fácilmente fracturable y
sus distorsiones son casi imperceptibles por las generaciones que acuden a esta
resemantización de la historia.
Y
en este sentido, el incontenible e inalcanzable tiempo remonta las estepas en
las que se fragua la esencia misma de la historia, inconmensurable como la propia
existencia pareciera que se nos escapara del alcance, que ese nuestro pasado se
diluyera a causa del más ingrato de los visitantes: el olvido. Hoy, rememoramos
fechas, exaltamos nombres de manera indiscriminada, arropamos percepciones
carentes de sentido e incurrimos en la falta sin igual de la reproducción de
estereotipos construidos desde los discursos oficiales, entiéndase: desde los
discursos de los poderes.
En
este orden de ideas, señalamos que, el manejo del pasado como herramienta para
justificar actuaciones, glorificar y sobredimensionar realidades ha sido una
constante en el quehacer sociopolítico humano. Es por esta razón, que a
doscientos años de nuestra independencia resulta apremiante que el discurso que
sobre este hecho se construya y se transmita, nos permita la consolidación de
una república en que la unidad desde la diversidad sea el motor que ponga en
marcha nuestra cotidianidad. No basta con la grandilocuencia encendida desde
multitudinarias concentraciones para reconocernos parte de un colectivo, no es
suficiente la recurrencia del discurso mediático para considerar de buena fe,
que estamos asistiendo a la configuración de la identidad del ser social
republicano. Realidad que por cierto, producto de la actual polarización en el
panorama político nacional produce que los sujetos que la conforman se
cohesionen en torno a fracciones y parcialidades desde las que se desdibujan
las condiciones propias de la nacionalidad. Asistimos igualmente a la
divergencia absoluta e irreconciliable sobre los orígenes y sentidos de nuestra
vida republicana a partir de visiones maniqueístas y descontextualizadas del
pasado.
Por
tal razón, esta generación bicentenaria está convocada innegablemente a “…buscarse en las ausencias de su historia.
Eso es, escudriñarse en cada agujero cultural vivido y como corolario de una
hechura social originaria.[1] Tal como lo
expresara Berrios (2007: 51). Pero para ello, resulta necesario que se
comprenda que en la construcción de nuestra historia, la retórica ha sido el
método privilegiado en el estricto sentido de la búsqueda de la belleza y la
proyección de vigor en el estilo con el cual se ha llevado a efecto. Con esta
actitud, se ha alterado, se ha ocultado o se ha mentido sobre la realidad
histórica para satisfacer percepciones particulares y convalidar proyectos
políticos en diferentes etapas de nuestra historia.
A
partir de esta afirmación, se puede además señalar que el espacio primordial para
dichas mistificaciones en la historia venezolana ha sido precisamente el
período de la independencia, catorce años de nuestra historia – los de la
guerra de emancipación - sobrepasan con creces el centimetraje dedicado a
cualquier otro acontecimiento de la misma. De esta manera, el proceso
independista se convierte en el cero histórico para los venezolanos. Lo que a
claras luces nos expresa la obligación que nos convoca al estudio de los
acontecimientos que enmarcaron esta realidad.
Se
destaca desde estas líneas que la condición otorgada a la independencia como
única matriz generadora de historia acarrea implicaciones muy serias dentro del
proceso formativo de la identidad nacional, la construcción del imaginario
colectivo se consolida negando incluso a las propias razones que provocaron la
ruptura con el nexo colonialista del imperio español, socava la ilusión de
efectuar una mirada longitudinal que trascienda a los estertores del sistema
republicano, puesto que a partir de esta realidad, se asume que hemos sido
concebidos en el fragor de la guerra y que somos hijos de la confrontación y la
división. Este será el signo que nos identifica y que se arraigará en la
conciencia ciudadana. Producto de estas aseveraciones, resulta necesario que, “…
en los signos cotidianos (se
desenmascaren) las falsas evidencias, “lo
que cae por su propio peso”, lo “verosímil”, los mitos; en una palabra, las
ideologías que concurren siempre a un idéntico fin: deshistorizar la historia y
universalizar lo contingente. (Giménez, 1976: 277)[2].
Indicamos
de igual manera, que la heroicidad, lo súperhumano, lo epopéyico y lo individual
han sido la marca de fábrica del hecho independentista en la historia
presentada a las nuevas generaciones, convirtiendo a este evento en una simple “…
alegoría, mistificación social y código pequeño burgués…” (Ob. Cit: 277). Trasmutando
a la historia y a sus personajes al submundo connotativo del mito, el cual, “es a la vez parásito y ladrón de
significados: parásito porque se constituye a partir de un significado que le
preexiste; ladrón de significados porque injerta sobre el significado de base
un nuevo significado que lo distorsiona y lo deforma. (Ob. Cit: 277 - 278).
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Crsitóbal Mendoza Primer presidente de Venezuela |
Resaltamos
por otra parte, que la construcción, desconstrucción y reconstrucción de
discursos en torno al hecho histórico se ha conformado en una dinámica que
perfila y configura el escenario político nacional en una sucesión de
altisonantes pronunciamientos patrioteros en los que en las más de las veces se
busca dejar de lado “…el aspecto
histórico del sistema primero sobre el que se injerta; (y en este sentido) “el mito se constituye gracias a la pérdida
de la calidad histórica de las cosas: éstas pierden en él la memoria de su
fabricación (Ob. Cit: 1976: 278).
Así
las cosas, el discurso historiográfico venezolano en general y el relacionado a
la independencia en particular es diseñado desde la perspectiva del mito
tecnificado, es decir que, “…surge
como producto “político”, busca un fin establecido y es creado
intencionalmente, por un determinado sector. Generalmente este último se basa
en imágenes deformadas e inclusive, el lenguaje en la mayoría de estos casos,
es común tan sólo para un exclusivo grupo social. (González y
Peña, 2003).[3]
De esta manera, la escisión de las colonias americanas al imperio ibérico se
constituyó en la pila bautismal de la clase gobernante venezolana. Todos, sin
excepción buscan legitimar su poder desde la identificación con la causa patriota
de la independencia y con el culto de los héroes de la misma.
Podemos apreciar que
los presidentes, desde José Antonio Páez hasta Hugo Chávez, han intentado cada
uno de ellos, identificarse con la figura de Bolívar, todos por igual, han
pretendido – de manera manifiesta - exhibir un profundo sentido bolivariano,
hoy acudimos a la maximización de esta realidad. Baste con abrir la ventana
para encontrarnos con la constitución de una república bolivariana, estados
bolivarianos, alcaldías bolivarianas y pare usted de contar. El culto
exacerbado a Bolívar, exhibido por los gobiernos de turno de ayer y hoy ha sido
la mayor deformación a esa concepción fanática que se ha forjado sobre la
independencia, situación que se agrava, si tomamos en cuenta que este discurso
poco o nada se ha correspondido con las acciones y ejecutorías de las políticas
esgrimidas por estos gobiernos que han tenido la labor de gerenciar al estado.
Si dedicamos algunos
minutos en realizar una sucinta revisión de las contradicciones y ambigüedades
que se han edificado en torno a las implicaciones de la independencia,
fácilmente se podrían apreciar los claros intereses que las soportan. Veamos:
Según el Diccionario
de la Real Academia
Española (DRAE), la independencia es una cualidad o condición de independiente
y hace una clara alusión a la libertad
de un estado que nos es tributario ni dependiente. Pero, el proceso
emancipatorio nacional al no construirse desde un proyecto originario, quedó
íntimamente supeditado a los vaivenes de un mercado capitalista internacional
manejado por hilos en poder de las grandes potencias extranjeras. En este sentido, se rompe con el
gobierno español, más no con el imperialismo en sus más amplias y diversas
expresiones. No se construye un modelo republicano que no parta desde las
perspectivas europeas y bajo la tutela del gran “hermano mayor”, lo que
fractura de igual manera la otra acepción que posee el DRAE sobre la independencia
que refiere a la no admisión de intervención ajena. Intervención que va a estar
latente en el caso venezolano durante toda nuestra historia republicana y que
va a lucir obscena una vez aparecido el petróleo en nuestro país.
Por otra parte, si nos
remitimos a los hechos históricos desde los cuales se forjó la independencia
venezolana se podrá apreciar que inicialmente fueron hombres de letra, de fe y
de derecho los que tuvieron el papel protagónico en eventos como el 19 de abril
de 1810 (Vicente Salias, José Cortés de Madariaga, Juan Germán Roscio, entre
otros), en este sentido, la pluma fue primero que la espada, sin embargo,
durante 146 años de historia republicana (hasta 1959) prevaleció la hegemonía
del militar y de lo militar sobre la civilidad. Pero posterior al Pacto de
Puntofijo e incluyendo a la “V República” el funcionamiento del estado prosigue
bajo la tutela de la fuerza armada.
Esta situación fue uno
de los detonantes del caudillismo que marcó la historia de nuestro siglo XIX
que tanta sangre derramada le costó al país, que sumió en la ruina a la
economía nacional por largos períodos y que hasta hace poco lanzaba un halo de
superioridad en organización y eficiencia al estamento militar en la percepción
de la ciudadanía venezolana. El militarismo, en la concepción de muchos,
refería al orden que amerita un país para su sano desarrollo, que en algunos
casos era expresado en el llamado “gendarme necesario” con las consabidas
consecuencias que nos vimos obligados a padecer como pueblo.
Adicional a lo antes
expuesto, se puede señalar que además de la invasión napoleónica a la península
ibérica y la posterior usurpación del trono español por parte de los hermanos
franceses, Napoleón y José Bonaparte (el popular pepe botella) después de la
abdicación de Fernando VII y la de Carlos IV reyes de España, la causa
fundamental que desencadenó las circunstancia que conducirían a la guerra de la
independencia fue el desplazamiento político de los mantuanos por parte de los
blancos peninsulares. En el estricto sentido de la palabra, el proyecto
independentista, fue un proyecto político mantuano, engendrado en el seno de la
burguesía territorial de la colonia que no tenía pretensiones de producir
cambios significativos en la estructura económica y social.
Sin embargo, el
discurso dominante se ha encargado de dibujar una ilusión de génesis popular de
esta importante acción política y militar. Las clases más desposeídas en las
primeras etapas de cambio, poco le importaba que bando resultaba triunfante, si
se comprendía que el resultado para ellos sería el mismo: la explotación. El
punto de quiebre a mi parecer, se produce en Trujillo el 15 de junio de 1813
con la Proclama
de Guerra a Muerte lanzada por Simón Bolívar. Donde necesariamente se inicia el
establecimiento de las definiciones ante la amenaza de esta nueva situación. Pero
a pesar de esta contundente realidad esa visión romántica prevalece y configura
todo un imaginario, donde las clases sociales se asumen como baluartes de la
lucha que entregan la conducción de sus destinos a los más preparados, más
capaces, en resumen, a las oligarquías. Es el nuevo “contrato social”
roussoniano que rige los destinos de la república y que se mantiene vigente
hasta nuestros días.
Puesto que no pretendo
extenderme demasiado, quisiera señalar para concluir, que la herencia de la
independencia ha servido para estructurar todo un intrincado andamiaje
ideológico al servicio de los grupos de poder, y que éste se ha vertido de
manera constante a las masas que los han consumido acríticamente generando
percepciones erradas que contribuyen más a la divisiones a lo interno de la
sociedad que a perfilar el ser cívico que se amerita en los actuales momentos.
Igualmente es de
señalar que el período de la independencia fue una ruptura histórica que puso
en crisis al sistema colonial, que producto de las ejecutorías de los gobiernos
que la sucedieron se han perdido valiosas oportunidades que puedan conducirnos
a una honesta identidad nacional, en la que sin complejos podamos asumir nuestros
errores y engrandecernos como patria.
Por otro lado, se
amerita que los actores educativos se aboquen a la profundización de los
valores reales de la independencia y las implicaciones que esta acarrea. De la
misma manera es necesario el desarrollo de estrategias que permiten echar las
bases para el establecimiento de puentes que pongan en diálogo franco a las
generaciones del pasado con las del presente. Dichas estrategias deben
involucrar los más diversos métodos y técnicas disponibles para optimizar esa
comunicación que a cuenta gotas se ha venido perdiendo y que ha fracturado
nuestra identidad, porque hemos venido dejando de decirnos quiénes somos.
Por último se invita a
la desacralización de la independencia y de los hombres y mujeres que en ella
participaron, porque tan sólo trayéndola hasta los límites modestos del hombre
común, ese que día a día debe enfrentar el agreste entorno que lo sumerge en el
anonimato podrá servirnos para comprendernos como sujetos de la historia, y
apreciarnos, no como extraños ni mucho menos como incapaces, si no como actores
que participan en la trama de este devenir que es nuestra historia.
Enriquezcamos diariamente el debate sobre nuestras maneras de construir
memoria, que no es otra cosa que la forma de rendirnos cuentas.
* Profesor en el
Área de Historia en el NURR – ULA. Trujillo.
[1] Alexi Berrios Berrios en:
América en las desgarraduras del tiempo.
[2] Gilberto Giménez,
Literatura ideología y lenguaje.
[3] Trabajo especial de grado:
Los mitos y tradiciones como elementos reconstructivos de la historia regional.
ULA.
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